Frente al espejo del hall de un departamento de Balvanera, Martín se prepara para ser Vixt. En la mesa hay brochas, base, polvo compacto, aceite de jojoba, labiales y varias paletas de sombras. Todo está tan ordenado como la bandeja de un instrumentista. Mientras se perfila las cejas, él canta en voz bajita. “Quieren de mí, quieren de mí. Esas perras quieren de mí”. La melodía se pegotea como caramelo.
“Quieren de mí, quieren de mí. Esos perros quieren de mí”. La música llega desde la tele que hay en el living. En el video, Vixt baila y juega con antorchas encendidas mientras frasea su trap: “Yo soy el rey, pero a la vez soy la reina más famosa. Yo sé que soy otra cosa. Quieren de mí, quieren de mí...”.
Cuando termina de maquillarse, se coloca la peluca color caoba. Ahora sí, Martín es Vixt Greenville, La chica de fuego. De profesión, drag queen.
Fuck Gender
En algún tramo de la historia, las acciones por la supervivencia humana se sofisticaron. Alguien frotó piedras para originar chispas y las cavernas se convirtieron en hogares. Detrás de los roles, llegaron las convenciones.
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Hubo rutinas, objetos y preferencias “de mujeres” y otros, “de varones”. Se tipificaron hasta los deseos. Algunas personas empezaron a sentirse incómodas o aburridas dentro de esos modelos. Entonces, la diversidad salió del closet de lo binario.
“Mi mamá se acuerda de que cuando yo tenía tres años, le dije: ‘De grande quiero ser mujer’. En realidad, solo quería el packaging, lo que te venden como femenino: el maquillaje y la ropa.
Algunas personas realmente desean ser de otro género, pero yo no. Puedo transitar entre lo masculino y lo femenino, voy de un extremo al otro, sin intermedios andróginos. Mí género es fluido”, explica Martín.
Cuenta que empezó como un juego, mezcla de adrenalina, diversión y placer. A los ocho años, se encerraba en el baño con una bolsa de ropa que les sacaba a escondidas a su mamá y su hermana.
Parado sobre el bidet, se miraba en el espejo del botiquín. “En esos momentos sentía mucho vértigo porque alguien podía descubrirme. Hasta los 17 años, lo hice a escondidas. Cuando iba a lo de mis amigas me vestía con la ropa de ellas.
Disfrazado de nena, me sentaba a comer con sus mamás y papás. Ellos no tenían problema con verme así; cuando el hijo es ajeno, todos son más permisivos. Una tarde, me puse un shortcito turquesa que me había prestado una amiga y fui hasta el kiosco.
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En el camino, me crucé con mi papá. No me acuerdo exactamente qué me dijo, pero se enojó: mi mamá y él me habían prohibido que usara ese short”, dice.
“Soy un hombre bastante seguro de mí”
Un bikini celeste con lunares blancos, un conjunto de lencería bordado y un vestido blanco con florcitas azules y pollera plató. “Cuando me probaba esa ropa sentía que era poderosa. Lo mismo me pasa ahora cada vez que me monto”, asegura.
En la cultura drag, montarse es algo más que maquillarse, vestirse y colocarse una peluca; también es crear un personaje del sexo opuesto y definir su personalidad.
“Hace un tiempo, en un focus group para una marca de jabón en polvo, comparé mi experiencia con la de un policía que se siente más fuerte cuando usa el uniforme. Es algo que te empodera.
Por suerte, soy un hombre bastante seguro de mí. De chico, alguna vez me pregunté si sería gay, pero como un tema a futuro, algo que resolvería cuando fuera grande. No me angustiaba por eso”, dice.
Pero hubo otros malestares. Porque los prejuicios nunca son mansos. “Como yo era medio afeminado y no me gustaba el fútbol, los chicos de la escuela me hacían bullying. Obviamente, eso me molestaba, pero no me afectaba al punto de hacerme sentir inseguro.
Para mí, ellos eran los que estaban equivocados. Entonces, los ignoraba, me parecían boludos. El que me hizo llorar fue un profesor de Historia. Me llevé la materia y en el examen final, como estábamos solos, empezó a preguntarme si me gustaban los varones, si en casa usaba pollerita o me vestía de mujer. Fue horrible. Volví a casa llorando y se los conté a mi mamá y a mi hermana”, cuenta.
“Todos nacemos desnudos y el resto es drag” (RuPaul)
A los 17 años, Martín dejó Mar del Plata. Allá quedaron su novia y sus incertidumbres. “Vine a estudiar danza y diseño de indumentaria. Pero, sobre todo, a reinventarme. No sabía muy bien a qué dedicarme.
Un día, paseaba con mi mamá y mi papá por San Telmo y nos cruzamos con unas drags. ‘Quiero hacer eso’, les dije. Ellos no entendían que podía ser un trabajo, pero me mantuve firme.
Al tiempo, me compré botas y una peluca morocha. Me las puse con un vestido de mi novia que era negro strapless con tres volados floreados. Las flores eran azules, como las del vestido de mi mamá.
Ese fue mi primer look completo. Me montaba a escondidas, sin animarme a salir de mi cuarto”, recuerda. Hasta que una noche, no quiso más límites. “Decidí probar qué se sentía salir a la calle. Me monté y fui al kiosco de la esquina a comprar cigarrillos.
Yo nunca fumé, pero supuse que eso me haría sentir grande y seguro. Volví a casa y, como había estado todo bien, fui al boliche gay que estaba a una cuadra, en Santa Fe y Pueyrredón.
Ahí conocí a mis mejores amigos, Jéssica y Luis. También, a un cantante que fue mi novio durante tres años. Él me maquillaba cada vez que yo me montaba. Cuando nos peleamos, aprendí a hacerlo sola”, cuenta.
El primer bautismo de Martín fue en un taxi. “Estábamos yendo al boliche y, antes de bajarnos, Jéssica me dijo: ‘Necesitás un nombre, así que sos Victoria’. Me encantó, lo sentí muy mío”, explica.
Después, llegó el bautismo de fuego en la disco Caix. “Por primera vez, trabajé como drag en una fiesta. Tardé como cuatro horas en montarme. Estaba feliz. A partir de ahí, no paré. Los fines de semana, trabajaba con Jem Succssesfully, una drag icónica, en un boliche de San Miguel.
No hacíamos un show, solo presencia. En aquel entonces, la drag usaba cosas muy llamativas, como cascos y plataformas. Yo prefería un estilo más femenino, con peluca y tacos más bajos, pero no me lo permitían. Al tiempo, me fui a Europa a buscar ese trabajo y esa identidad que acá no encontraba”, cuenta.
Rompiendo el techo de cristal
En un momento de la noche, el speaker anunciaba: “¡Bienvenidos! Con ustedes: ¡SuperMartXé!”. Caía el telón y, después de un estampido de fuegos artificiales, la música rugía en las pistas al aire libre.
En el escenario de la disco Privilege, Victoria emanaba excitación. “Cuando me dijeron que había quedado seleccionada para la fiesta más grande de Ibiza, lloré de alegría. En SuperMartXé, las drags teníamos que quedarnos divineando, paradas y quietas.
Yo me puse a bailar, dando todo de mí. No me llamaron más, ahí no se usaba eso. En cambio, mi estilo gustó mucho a los organizadores de la fiesta La Troya, con ellos hice un tour por Europa. Después de un año y medio, de ir de acá para allá con mi valija, volví a la Argentina”, cuenta.
Martín regresó con una versión más sofisticada de su nombre artístico -Vixt- y un par de determinaciones. “En las recepciones, las drags somos como un adorno, una obra de arte viva.
Estamos ahí para que la gente nos mire y nos saque fotos. Pero a mí no me alcanzaba solo con montarme, quise desarrollarme artísticamente. Mí sueño es recorrer el mundo con un show en el que pueda desplegar mis disciplinas: acrobacia, fuego y canto. Me encantaría fusionar trap con dance o con blues”, asegura.
Mientras terminaba de diseñar sus anhelos, Martín fue contratado para trabajar en Tabú, la obra de Flavio Mendoza. Después, hizo lypsnyc con otras drags en un bar de Palermo.
En cada show, bailaba mientras simulaba cantar los temas. “Al principio no nos iba a ver nadie, llegamos a actuar para dos personas. Era como jugar con amigas en el living de casa; un poco patético, pero divertido.
Con el tiempo, mejoramos; el show fue creciendo y se convirtió en un éxito. Ahí me hice conocida, me empezaron a llamar La chica de fuego, decían que yo venía del infierno y quemaba el escenario”, explica.
En sus redes, hubo un aluvión de seguidores y likes. Llegaron las campañas para marcas, como Madness y Regina Cosmetics. “Me costó ser quien soy, fue un largo camino. Cuando empezás con el drag necesitás muchas cosas y tenés que invertir una suma importante de dinero.
Es un trabajo muy mal pago; por una noche en el boliche te pagan desde $ 3000 a $1000, la tarifa más baja. Es una de las razones por las que trato de no trabajar de drag, sino de ofrecer otras propuestas montado.
Es lo que hago en Sex, la puesta de José María Muscari que, además de darme estabilidad económica, me permitió destacarme”, dice.
Juego doble
Drag y rutina, asuntos separados. Solo los días que tiene función, Martín mantiene algunos hábitos. “No hago nada antes de ir al teatro para estar descansado. Tengo horarios para bañarme y para maquillarme, así no tengo que montarme a las apuradas”, especifica.
Fue prueba y correción, con pincel en una mano y algodón desmaquillante en la otra. Él cuenta que, por ser autodidacta, demoró algún tiempo en encontrar el estilo de maquillaje que lo favoreciera.
“En cambio, hice un curso de Diseño de Indumentaria y confecciono mi ropa. Algún día, quiero hacer una colección cápsula para alguna marca”, asegura.
Alivio. Eso es lo que siente Martín cuando llega a su casa después de las funciones y va desarmando a Vixt. “El drag genera algo de dolor corporal: la peluca con pegamento, las pestañas, los tacos, el corset.
No salgo montada todos los días porque me haría mal afeitarme tan seguido. Una vez que terminé el tratamiento de depilación definitiva, voy a poder hacerlo”, dice.
Y aclara: “Puedo referirme a mí en femenino o en masculino, depende de cómo me sienta. Tampoco me preocupa que el otro me trate de alguna de las dos maneras. Necesitamos naturalizar un poco más las cosas”, concluye
at María Fernanda Guillot
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