Marta Wajda es una chef polaca que piensa la cocina como un acto visual tanto como sensorial. Con formación en diseño y pintura por la Academia de Bellas Artes de Cracovia, su mirada estética se traduce en cada plato que crea, donde el color y la forma tienen tanto peso como los sabores. Fiel defensora de una cocina práctica, local y conectada con el entorno, ha construido una trayectoria tan personal como diversa, con proyectos que combinan arte, comunidad e ingredientes de temporada.
Desde sus inicios preparando desayunos en una librería de Varsovia hasta convertirse en referente de experiencias gastronómicas innovadoras, Marta no dejó de reinventarse. Fundó su propia marca de catering, lideró ferias y pop-ups, y diseñó menús para restaurantes, marcas y talleres en toda Polonia. Hoy, despliega su expertise en el restaurante Marta (ubicado en una casona centenaria del barrio de Colegiales) y al que ella misma define con un concepto de "fine dining" sin reglas.
—¿Cuáles son tus primeros recuerdos relacionados con la cocina?
-Cuando era chica cocinaba mucho con mi mamá. Ella siempre cocinó un montón, y además viajaba bastante, así que traía a casa sabores de otras culturas. Nuestra cocina era distinta a la de otras familias. Por un lado me encantaba, es la base de lo que hago hoy. Pero también me acuerdo que sentía un poco de envidia de mis amigas, porque ellas llevaban comida "normal" a la escuela. Mi mamá no comía carne, así que me mandaba sándwiches de paté de soja y cosas así. Yo veía los sándwiches de jamón y queso de mis compañeras y pensaba “¿por qué no puedo tener eso?”. Hoy entiendo que era maravilloso lo que hacía mi mamá.
—¿Ya desde chica sabías que te gustaba cocinar?
-Sí, tenía varios libros de cocina para chicos. Me encantaba, aunque siempre me tiró más la pastelería. Recuerdo que a los nueve años empecé a hacer una receta de tarta de manzana que todavía hoy preparo. Es la favorita de mi familia.
—¿Y cómo fue tu camino hasta convertirte en cocinera profesional?
-Cuando me fui a estudiar a otra ciudad dejé de cocinar por un tiempo. Pero cuando nació mi hijo volví a conectarme con la cocina. Empecé a invitar amigos a casa, a cocinar más seguido… y de a poco se volvió un trabajo. Con mi mejor amiga lanzamos el primer sitio en Polonia dedicado a enseñarles a madres y padres cómo cocinar para sus hijos, y también con ellos. Era un proyecto comercial. Luego empecé a dar clases en una de las escuelas de cocina más grandes de Varsovia. Un día unos nos amigos me pidieron que hiciera catering para eventos, y así, uno tras otro, terminé abriendo mi propia empresa de catering. Sí, durante un año tuve un bistró dentro de un teatro en Varsovia.
—¿Cómo fue que decidiste venir a vivir a la Argentina?
-Fue idea de mi pareja, estábamos en pandemia. Yo disfrutaba de un muy buen momento profesional, pero trabajando como loca: seis días a la semana, dieciséis horas por día. Max (su pareja) también vivía corriendo. Y de repente, en tres días, teníamos la agenda vacía. Nos obligó a parar. Y eso fue muy bueno para nosotros. Max me dijo que no quería pasar otro invierno en Polonia, que se moría sin sol. Me propuso irnos, y Buenos Aires fue su primera idea. Ya había estado varias veces acá. Yo le dije: “Bueno, pero tengo que conocerlo antes”. Tardamos casi un año y medio en poder viajar por las restricciones. Vinimos en enero de 2023, y después de tres semanas, le dije: “Me gusta, ¿por qué no?”. Y en noviembre nos mudamos.
—¿Cuál fue el plan inicial? ¿Siempre pensaron en quedarse en Buenos Aires?
-No, al principio queríamos vivir en la Patagonia. Teníamos la idea de comprar un terreno, armar una hostería o un hotel chiquito. Pero después de tres meses en Cholila (Chubut), decidimos volver a Buenos Aires. Nos dimos cuenta de que aún somos muy jóvenes para ese ritmo. Nos encanta, pero más adelante.
—¿Qué es lo que más te gusta de vivir en Argentina?
-Me enamoro todos los días de Buenos Aires. Amo que en este país tenés todo: montaña, mar, selva, desierto, clima cálido, frío… es un mundo entero en un solo lugar. Y me encanta cómo piensan las personas, cómo viven. A algunos les parece que los argentinos son egoístas, pero yo creo que es otra cosa: es autocuidado. Valoran mucho lo que les hace bien. Y me encanta que gasten su dinero en comida, en salir, en amigos. En Europa se ve como irresponsable, pero acá es normal. Y hace bien.
—¿Qué te parecen los ingredientes argentinos?
-La carne y el vino ya sabía que eran increíbles, pero me sorprendieron mucho otros productos: los aceites de oliva, las sales, el cordero patagónico, la miel. Hay ingredientes espectaculares que en Europa son carísimos y acá son más accesibles. También me sorprendió que la oferta de frutas y verduras no es tan amplia como esperaba, comparado con Bolivia o Perú, por ejemplo. Pero sí hay muchas variedades de porotos, ajíes, maíz de todos los colores... ¡Y me volví fan del okra!
—Hablás mucho de arte. ¿Cómo se conecta eso con la cocina para vos?
-Para mí, la cocina es arte. Yo estudié diseño de producto, y me pasaba que entre la idea y el objeto final se perdía mucho. En la cocina no pasa eso: lo creás, alguien lo prueba y tenés una reacción inmediata. Eso me encanta. Me permite expresar lo mismo que con el diseño: formas, colores, texturas… pero de una forma más directa, más viva.
—¿Y por qué abriste un restaurante fine dining en una casa?
-Estábamos buscando espacio y me enamoré de la casa donde estamos. Fue muy natural. Siempre trabajé con una estética muy hogareña, íntima, así que este formato me resulta cómodo. Y no sé si lo llamaría fine dining en el sentido estricto. Preferimos decir que es fine dining sin reglas. Me gusta lo lindo, lo estético, pero no me gusta lo rígido. Es una cocina cuidada, pero relajada. Hago lo que me gusta, lo que siempre soñé. Y este es el lugar perfecto para eso.
Accedé a los beneficios para suscriptores
- Contenidos exclusivos
- Sorteos
- Descuentos en publicaciones
- Participación en los eventos organizados por Editorial Perfil.
Comentarios