Creí que convertirme en madre iba a coronar a la mujer que había logrado ser. Esa líder perfecta que controlaba todas las cosas que tocaba como si tuviese una varita mágica en sus manos, sin margen de error.
Preparada para todo y sin miedo a nada, me aventuré a buscar lo que para mí era el broche de oro que me depositaría en la cima del mundo.
Experimenté sentimientos que son difíciles de poner en palabras y si bien descubrí un tipo de amor que estoy segura es comparable con el narcótico más exquisito que puede existir sobre la faz de la tierra, estas líneas hablan de otro tipo de amor, que es el que no tuve hacia mí en mucho tiempo.
Idealicé tanto el momento de su llegada que el sacudón me agarró desprevenida. No tuve el tiempo para poder procesar esa diferencia abismal entre lo que esperaba y lo que realmente sucedió. No creí humanamente posible el nivel de agotamiento físico, mental y emocional al que me enfrenté incluso en momentos donde se suponía que debían ser los más felices de mi vida. Y fue así que, estando rodeada de gente, llegué a sentirme sola como jamás había estado.
Deje de sentir, deje de elegir y dejé de vivir para mí, porque me vi obligada a empezar a vivir para otro.
Nunca imaginé que la llegada de quien me demostraría el amor más sincero, leal e infinito, me llevaría a perderme por completo dentro de un laberinto sin salida, al punto de no recordar qué era lo que me hacía feliz.
Era un hecho. La maternidad llegó a mi vida para arrasarme por completo hasta dejarme convertida en un montón de polvo que se acumuló en el piso, como si una implosión me hubiese atravesado.
Pero todo fue tan silencioso que nadie, más que yo, se enteró. Y fue tal el impacto que, mientras todos esperaban a que yo vuelva a ser la que era, sola caía en la cuenta de que de la que era no quedaba absolutamente nada más que mi nombre, porque el envase ya no era el mismo, el contenido me pertenecía y lo que sobrevivió de mí ya no me interesaba.
Y fue ahí cuando entendí que nada de lo que había construido, con mucho esfuerzo, hasta ese entonces me garantizaba el triunfo. Porque en mi realidad, estaba sola, cara a cara, con mi nueva vida.
El viaje fue largo, pero cuando menos lo esperaba, cuando sentí tener mi vida detenida para siempre, cuando la monotonía de la rutina empezaba a hacerse carne, cuando la gente empezó a aceptarme, todo cambió.
Cuando ya me había acostumbrado a sentir que ya no me correspondía, me desperté como quien vuelve de una terapia intensiva y pude ver cómo esa montaña de polvo empezaba a arder y se convertía en la ceniza que cobraba vida. Todo este tiempo que me ausenté, estaba en realidad juntando fuerzas y energías para la transformación que venía.
Porque el ave fénix necesita sentir morir, para volver a nacer y acá estoy, después de mucho cambio acostumbrándome, a ser la que siempre merecí ser.
Pensé que tener hijos iba a complementar a la que era, pero me equivoqué. Tener hijos, me regalo ser una versión aún mejor de lo que nunca jamás imaginé.
at Johanna Gambardella
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