Monday 29 de April de 2024

SOCIEDAD | 16-04-2024 08:02

En primera persona: "Tuve lepra y me curé”

Gisela Galimi cuenta en su libro cómo es padecer esta “enfermedad medieval“, sanar y por qué desandar los prejuicios detrás de la palabra, la iniciaron en un camino de recuperación que se propuso compartir para derramar luz sobre una afección tan estigmatizada.

La escritura de mi historia fue un proceso que implicó darle cuerpo a una experiencia que nadie quería contarme. Recuerdo estar sentada sentada en la camilla del consultorio de un médico que parecía una eminencia por la cantidad de títulos colgados en las paredes. Tenía 13 años y me dio un poco de vergüenza cuando revisó con una lupa gigante las manchas rosadas que habían aparecido hace meses en glúteos y piernas. Enseguida me pidió que me quedara un momento en la sala de espera para hablar a solas con mis padres, salí en silencio pensando que era grave.

Hoy sé que ahí el doctor les comunicó que tenía lepra y que iba a tomar medicación de por vida. Ellos decidieron decirme que tenía una enfermedad en la piel, sin nombrarla, y que me iba a curar si tomaba unos remedios. Tomé antibióticos por 8 años.

 

Para mí se llamaba las manchas. Porque de alguna manera había que decirle, tenía que convivir con eso que era un problema porque se veía y tenía indicaciones. Me explicaron que había enfermedades que no estaban nomencladas, pero que si yo tomaba los remedios iba a estar bien. Tenía algunas restricciones: me pidieron que no prestara ropa ni que me prestaran a mí -cosa que a veces no cumplí porque era adolescente-. También, que no me expusiera demasiado al sol y no mucho más, ya que para contagiarse hay que estar en contacto con una persona sin medicar durante dos o tres años. 


Cuando me lo dijeron a los 20 años, entendí muchas cosas que en ese momento no. Mi papá me confesó que ponía la pierna al lado mío, largos ratos, porque él quería contagiarse. Así, si me internaban, iba a poder ir conmigo. El fantasma eran los leprosarios. Es por eso que sé que negar la palabra lepra fue en realidad un gesto de amor, pero claro, hubo secuelas.

Por suerte no de la enfermedad, pero sí del silencio. Yo sentí toda mi adolescencia que mi mamá me miraba con tristeza ¡y claro! como no lo comprendía, pensaba que me miraba así porque estaba gorda, sentía su pena y quise buscar una explicación. 
Muchos años de terapia después, pude detectarlo, resignificarlo, volverlo a mirar. Pero en realidad lo tenía incorporado: no es que pensaba que me miraba con lástima sino que lo sentía, sentía esa congoja y al no identificar la razón, la inventé, pero por supuesto era una mamá que estaba triste, sin poder expresarlo.  

El bálsamo de escribir

Es justamente por eso que necesité, como escritora, poeta y periodista que soy - de adulta- meterme de lleno con el tema para terminar de sanar. 
El libro Una palabra tuya bastará para sanarnos, que es autorreferencial sólo al inicio y luego tiene mucha investigación, habla sobre el poder de nombrar. Sobre el impacto de las palabras en cada uno y en la sociedad. Sin dudas, también sobre la necesidad, el alivio y la importancia de compartir historias silenciadas. 

Es un texto atravesado por la belleza, pese a la enfermedad siempre encontré guineos de amor que lo hicieron liviano, y una invitación a repensar lo que callamos. Publicado en 2022 por Alfaguara, fue un camino lleno de sincronías y afecto, marcado por encuentros significativos que llevaron el mensaje a donde debía llegar.

La lepra fue históricamente estigmatizada por falta de conocimiento y desinformación. A lo largo de la historia asoció la enfermedad con conceptos erróneos de impureza, castigo divino y contagio fácil, por ello son conmovedoras para mí anécdotas como que el día que llegué a hacer la foto de retrato para la solapa interior del libro, me encontré con un mural de San Francisco de Asís, conocido por besar a los leprosos que pedían limosna. 
La desinformación, la falta de palabra, el tabú es histórico pero persiste y es lo que llevó a la exclusión y discriminación de las personas afectadas. 

En Argentina, la ley Aberastury sancionada en 1926, derogada y reemplazada en 1983 disponía el aislamiento hospitalario obligatorio y la prohibición del matrimonio civil entre los enfermos. Había que denunciar a los enfermos de lepra en todo el país y de inmediato, se traslada a los pacientes a leprosarios alejados y aislados. El médico tenía que denunciar. Mira el vocabulario: denunciar. Si el paciente se resistía, intervenía la fuerza pública. 


En busca del lugar

Aquí hubo cinco leprosarios, yo recorrí uno, el Baldomero Sommerel en General Rodríguez, que hoy es el referente nacional en el tema, aunque ya no hay nadie obligado a permanecer allí, porque es una enfermedad que se trata y se cura si se detecta a tiempo. A veces en seis meses, no como en mi época.
Hasta pasados los 80, los sectores de los empleados administrativos estaban separados por alambres y candados del sitio en que vivían los enfermos.

Recién cuando visité estos lugares fue consciente de que si hubiera nacido 30 años antes, quizás hubiera vivido ahí. Yo nací en 1965. Hasta 1968 se creía que no se curaba. Mucha gente que vivió años allí cuando se pudo ir no quiso, porque tenía toda su vida en ese lugar, que es como un pequeño pueblo, con kioscos y callecitas. 
En mi caso deje de tomar medicación cuando quedé embarazada de mi primer hijo, a los 24 años, porque si bien estaba curada, los avances no eran los de ahora y los especialistas no estaban seguros de que estaba curada al 100%, pero cuando evaluaron el tema por el niño en camino, se decidió interrumpir. Por suerte salió todo perfecto. 

Si bien nunca me impidió hacer una vida igual a la de mis amigas y desarrollarme, cuando comencé a desandar la historia tomé real dimensión de lo sucedido: el tamiz de amor de mis padres había acolchonado el impacto, pero me marcó. Soy una agradecida de haber vivido esto, porque al tener acceso a la medicación fue un proceso positivo finalmente en mí, pero conozco casos de personas en zonas rurales sin tratamientos a tiempo y hasta podes tener secuelas graves como perder dedos y otros problemas físicos. 

“Aquí hubo cinco leprosarios, recorrí el Baldomero Sommerel, que hoy es el referente nacional en el tema, aunque ya no hay nadie obligado a permanecer allí, porque es una enfermedad que se trata y se cura si se detecta a tiempo”.

Ocho páginas

Mirar de frente lo que había pasado, a partir de unas páginas autobiográficas que me dieron como consigna en una diplomatura de escritura creativa que cursé me hizo tanto bien que ese disparador se transformó en un libro. Las casualidades siguieron apareciendo y casi sin querer llegué a una editorial que entendió que esta producción unía mi necesidad de entender, mi vocación de escribir y la profesión de periodista. El trabajo inició con aquellas ocho páginas, pero a partir de lo que recorrí supe que ese relato sería algo útil para los demás también. 

La escritura de cada página fue una operación de encontrar también primero las frentes porque fue durísimo, nadie me quería hablar de eso y por eso cada vez tomaba más ímpetu el libro, que mutó de las ganas de contar historias a las ganas a la necesidad de contar silencios. Se trata, en definitiva, de cómo lo no dicho nos atraviesa, de paso fue en búsqueda de otros innombrables y a medida que avanzaba me daba cuenta de que todo lo que va calando y marcando por no poder ser mencionado. 

Cuando sumo todo esto que cuento, me doy cuenta que la verdadera enferma era la palabra. El amor de mis padres quisieron que el estigma alrededor de la palabra no me tocara. Pero con el libro, con cada frase, la enfermedad es alcanzada por la información, el alivio, la fuerza y el poder sanador de lo que se mira de frente. 

at Malen Lesser

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