Pocas artistas lograron lo que Diane Keaton: transformar cada papel, cada diálogo y cada prenda en una declaración de identidad. Su muerte, a los 79 años, deja un vacío en el cine, la moda y en toda una generación que encontró en ella una forma distinta de ser mujer: fuerte, imperfecta, libre y profundamente original.

Desde los años setenta, Keaton se consolidó como una figura única en Hollywood. Su consagración llegó con Annie Hall, la película de Woody Allen que le valió el Oscar y le dio al cine una heroína inolvidable: excéntrica, vulnerable y brillante. Ese personaje no solo marcó una época, sino que definió su estética personal: trajes masculinos, sombreros, corbatas, chalecos y una elegancia andrógina que desarmó todos los códigos de estilo de su tiempo.

Pero Diane Keaton fue mucho más que una actriz de culto. A lo largo de cinco décadas de carrera, alternó entre la comedia romántica (Alguien tiene que ceder, El padre de la novia y el drama más íntimo (Reds, La habitación de Marvin), con una naturalidad que la convirtió en una intérprete versátil y profundamente humana. Su sello fue siempre el mismo: una mezcla de humor, melancolía y una honestidad brutal ante las emociones.
En un mundo que le exigía a las mujeres juventud eterna y perfección, Keaton se mantuvo fiel a sí misma. Nunca renunció a su estilo personal, a su amor por los tonos neutros, las líneas clásicas y los toques excéntricos. Convirtió el menswear en un manifiesto de libertad y demostró que la feminidad no depende de vestidos o tacones, sino de actitud.

Con su muerte, el cine pierde a una artista luminosa y la moda, a una musa que nunca se dejó encasillar. Diane Keaton nos enseñó que el verdadero estilo es ser uno mismo, incluso —y sobre todo— cuando nadie más lo entiende.
at redacción Marie Claire
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