"No tenés cavidad vaginal”, le dijo un médico a Belén Méndez, una nena de 14 años que estaba sola en un frío consultorio. Así, sin anestesia. Sin el menor tacto. Sin pensar que ella no estaba acompañada por un familiar ni contenida por un psicólogo.
Sin dimensionar que dar ese diagnóstico era detonar una bomba en una joven alegre y cargada de inocencia. Las palabras, “arrojadas” al aire, se transformaron en un mensaje indeleble que caló más profundo que un bisturí.
“Lloré una semana seguida”, dice hoy Belén, con 28 años, sobre el momento en el que se enteró que padecía el Síndrome de Rokitansky, una malformación que consiste en tener genitales que externamente se ven normales, pero que internamente no se desarrollaron del todo. Esta condición, que afecta a 1 de cada 5000 mujeres, hace que no se forme la cavidad vaginal.
Las “chicas Roki” (así se autodenominan algunas de ellas) tampoco tienen útero o cuentan con lo que se conoce como útero rudimentario, que hace imposible llevar un embarazo.
“Generalmente llegan a un consultorio ginecológico cerca de los 15 años porque no menstruaron o porque intentaron tener relaciones sexuales y no pudieron. No hubo penetración vaginal porque el pene chocó contra un tabique”, explica el Dr. Antonio Saugy, ginecólogo y obstetra que –a lo largo de una extensa trayectoria en el Hospital Rivadavia- atendió 20 casos “Roki”.
Obtener un diagnóstico suele ser una odisea. Muchas pasan años pululando de médico en médico porque, lamentablemente, pocos conocen el síndrome. Si bien cada persona es un mundo (por lo cual las generalizaciones nunca son justas), estas chicas suelen sentirse “bichos raros”. Algunas dicen que nacieron “falladas”. Otras, que son mujeres incompletas.
“A mí, ginecólogos me han dicho: ´Qué raro eso que tenés, nunca lo ví´. Uno un día me dijo alegremente: ´Sos un marciano´. ¡¿Sabés cómo se siente que un médico te hable así?!”, confiesa Belén.
En carne propia
Con la experiencia de haber trabajado con más de 30 pacientes con “Roki”, la psicóloga y psicoanalista Andrea Ikonicoff señala que “este síndrome tiene un potencial traumático enorme porque arrasa con los núcleos identitarios de ser mujer: por no poder menstruar, no poder tener relaciones por vía vaginal y no poder tener hijos”.
Las etapas de la vida disparan diferentes temas. “No es lo mismo lo que le ocurre a una chica de 15 años, que a otra de 30. A los 15, un disparador de trauma puede ser no menstruar como las amigas. Hay chicas que mojan las toallitas femeninas con Pervinox o que compran tampones para prestarle a otras como si ellas menstruaran.
Cuando quieren tener relaciones sexuales, pueden aparecer preguntas del tipo: ´¿Cómo le digo que no tengo vagina?, ¿mi novio me va a dejar por otra con la que pueda tener hijos?´”, describe Ia especialista y miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina.
Belén confiesa que algunas de estas preguntas la circundaron. A sus novios de entrada les aclaraba: “No puedo tener relaciones. Vengo con esto; te quedás o te vas”. Otras chicas, en cambio, guardan silencio. Lo viven como un secreto, lo cual torna el panorama aún más mortificante.
“Blindarse” ante la mirada externa es otro camino posible. “Yo me la pasaba de boliche en boliche. Vendía que estaba´ living la vida loca´ y juraba que no quería tener relaciones estables ni ser madre porque eso me ataba, me impedía ser libre. Me escondí en una imagen superficial”, confiesa Karina Esper, quien fue diagnosticada a los 20 años y hasta los 25 no pudo escuchar la palabra “cuna” sin largarse a llorar.
Una solución posible
En algunos casos, cuando la cavidad vaginal es pequeña pero tiene cierta profundidad, se puede recurrir a un tratamiento médico que incluye el uso frecuente de dilatadores. Cuando esto no es posible, la única forma de construir una cavidad es realizar una operación llamada vaginoplastia, que se realiza mediante diferentes técnicas (tomando parte del colon, del peritoneo, injertando tejido de otra parte del cuerpo, o recurriendo a piel porcina).
“Post cirugía, la paciente se va con una vagina (técnicamente se denomina “neovagina”) de unos 10 o 15 centímetros de profundidad y 5 de diámetro, que le permitirá tener una relación sexual”, cuenta la Dra. Edurne Ormaechea, cirujana especialista en urología pediátrica y miembro de la sección Ginecología Infanto-Juvenil del Hospital Italiano de Buenos Aires.
Esta especialista subraya que para poder realizar la intervención quirúrgica, “la paciente debe estar en una edad razonable y decidir ella (no sus padres) sobre su cuerpo”.
Esto significa elegir si quiere operarse o no (no tener vagina es también una opción) y elegir también cuándo se desea hacerlo, pues a veces las familias empujan a adolescentes a una urgencia de “normalizar un cuerpo anormal” porque creen que esa es la forma de “arreglar” el problema, como si una operación fuera una solución mágica para todas las aristas que tiene el síndrome.
Es justamente por las múltiples aristas que Saugy, docente adscripto de la cátedra de Ginecología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, subraya que el equipo profesional que trate a estas mujeres debe ser interdisciplinario e incluir a una persona formada en Psicología.
Ikonicoff agrega que es necesario además “un grupo de pares e intervenir en el entorno familiar, a fin de generar un espacio de mayor comprensión y contención”.
“La solución quirúrgica es la vía más ‘fácil’. El problema es adaptar los tiempos quirúrgicos a la maduración biopsicosocial de la paciente. Esto quiere decir que ella debe tener un grado de elaboración, de aceptación y de comprensión de lo que le pasa como para poder sobrellevar lo que sigue después de la cirugía”, señala Saugy.
En esa lista incluye, entre otras cosas, meses utilizando dilatadores o vibradores (o teniendo regularmente relaciones sexuales) para impedir que se cierre el canal vaginal creado en el quirófano y además, afrontar que aún pudiendo ser penetradas vaginalmente, jamás podrán cursar un embarazo.
Ser o no ser
Están las que piensan “hasta que no te operás, no sos mujer” y quienes no necesitan operarse para serlo. “Vos podés darles una vagina, pero igual pueden sentir que no son mujeres porque ser mujer es algo diferente para cada una. Para una puede ser tener vagina; para otra, tener un útero para menstruar; y para otra, el útero que pueda albergar un hijo. Entonces, es una patalogía tremendamente emocional”, ilustra Ormaechea.
Norma Varela tiene 52 años, fue diagnosticada con este síndrome a los 17 años y operada a los 20. Criada en una familia muy religiosa y con el mandato de llegar virgen al matrimonio, la ausencia de relaciones sexuales en la adolescencia no le pesó. Tampoco no ser madre biológica.
“No fue traumático, lo viví naturalmente, como un proceso de aceptación, de darme cuenta que soy diferente, pero que soy mujer igual y puedo disfrutar con un hombre igual”, asegura.
Madre de un niño de 5 años al que adoptó, Norma subraya que ella no es una “chica Roki” sino una persona que tiene Rokitansky. “No soy una malformación, en tal caso nací con una malformación, pero definitivamente, soy mucho más que una mujer que nació sin útero”, explica muy segura de sí misma.
Reconvertir el dolor
Padecer Rokitansky ya es toda una excepcionalidad, pero darle a algo tan personal, una vuelta de tuerca colectiva resulta doblemente excepcional. Eso hizo Karina, la misma que lloraba al escuchar la palabra “cuna”.
En 2011 fundó Mayna, una asociación que nuclea a mujeres que padecen su misma condición. Encontrar a otras “chicas Roki” la desvela y no para de construir puentes para ayudar y hacer lo posible por acompañar a quienes recién se encuentran con el diagnóstico.
A ella a los 16 años le dijeron que no podía tener relaciones, pero no pudo hablar de “su tema” hasta los 36, después de varios años de terapia. Su analista, la licenciada en psicología María Cristina Reartes, opina que el modelo patriarcal toma a la anatomía como modelo de identidad femenina, lo cual hace que no tener útero ni capacidad de reproducción se viva de un modo tremendamente traumático.
Sobre su paciente, dice con orgullo: “Karina tuvo la fuerza y el valor de transformar el dolor en una fundación, en el armado de un grupo que convoca a otras chicas con la misma patología”.
Resiliencia, solidaridad y lucha atraviesan la historia de quien empezó sintiéndose “un caso único” y terminó reuniendo a 100 pares que hablan, lloran y se abrazan sabiendo que poner en palabras puede ser un bálsamo para el dolor. Para Karina “hablar sana” y “no hay nadie mejor que otra Roki para entender lo que nos pasa”.
El abrazo entre mujeres resulta fundamental para atravesar el dolor; lo cual desnuda que la sororidad es, en este y otros temas, una fuerte red de contención femenina.
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