Dice Sarah Jessica Parker -Carrie Bradshaw- que está leyendo dos libros por día para prepararse como jurado del Booker Prize 2025. En los últimos años editó libros, fundó su propio sello -SJP Lit- y ahora elegirá al ganador del premio más prestigioso de la literatura en inglés, junto a los escritores Roddy Doyle, Ayobami Adebayo, Kiley Reid y el crítico literario Chris Power. Dua Lipa, Natalie Portman, Reese Witherspoon son fundadoras y cara visible de sus propios clubs de lectura -Service95, Natalie’s Book Club, Reese’s Book Club-, y publican fotografías con sus lecturas del mes entre imágenes de la Met Gala, conciertos, viajes y estrenos de películas.
Miuccia Prada, que antes de tomar el control de la firma familiar se dedicó a la militancia comunista y a la academia, obteniendo un doctorado en Ciencias Políticas, lo entendió antes que nadie. En pleno verano del hemisferio norte, desplegó kioscos efímeros de Miu Miu en ocho ciudades y regaló ejemplares de literatura con un enfoque feminista -El cuaderno prohibido de Alba de Céspedes, Una mujer de Sibilla Aleramo y Persuasión de Jane Austen- a modo de lecturas de verano. Libros pensados para publicar -en redes, en prensa, en manos que los sostienen como un accesorio, un bolso nuevo, acompañados de un café y una reflexión intercambiable: pienso en cuántos fueron leídos- y, espero, para leer, subrayar, pensar.

Dentro de un un contexto de aceleración, donde la consciencia se presenta en fragmentos -el tiempo es lujo; el tiempo para reflexionar, lujo absoluto; y la atención sostenida, un gesto radical-, el libro aparece como un contra-artefacto: no emite luz, no permite scroll, no responde. En esa exigencia material, en el idilio del ocio y de la seducción del objeto, encuentra su atractivo. Surge, entonces, la pregunta: ¿es la lectura un hábito o una puesta en escena? ¿Se lee o se simula que se lee?
En La presentación de la persona en la vida cotidiana (1956), Erving Goffman describe la vida social como una escena continua, donde cada quien construye su personaje frente a los demás. “Cuando un individuo aparece ante otros, tendrá muchos motivos para intentar controlar la impresión que ellos reciben de la situación”, dice. La lectura, al igual que el traje, el modo de hablar o los lugares que se frecuentan, puede funcionar como una forma de gestionar la identidad, de orientar el relato, como una escenografía. “El individuo actúa según una definición de la situación que busca controlar, para guiar la percepción de los otros y obtener respuestas favorables”, agrega.
Dentro de un un contexto de aceleración, donde la consciencia se presenta en fragmentos —el tiempo es lujo; el tiempo para reflexionar, lujo absoluto; y la atención sostenida, un gesto radical—, el libro aparece como un contra-artefacto: no emite luz, no permite scroll, no responde.
Además, sostiene que no se trata de cinismo: “En un extremo, el intérprete puede estar sinceramente convencido de que la impresión de realidad que representa es la verdadera realidad. En el otro, puede no creérsela en absoluto, pero seguir actuando igual”. Lo performativo no es, por lo tanto, algo vinculado a lo falso o a lo volitivo sino aquello que repetimos hasta que se vuelve, al menos un poco, verdad. Judith Butler, en su teoría de la performatividad, lo formula de este modo: la identidad no es esencia, sino acto repetido y así, tanto las palabras como las acciones pueden modificar la realidad y moldear la identidad. Es decir, bajo esta lógica, uno deviene lector -como se deviene cualquier otra cosa- a fuerza de habitar el gesto: no se nace lector, se llega a serlo. En ese marco, que alguien actúe como lector -sostenga un libro, publique una cita, arme una biblioteca- no lo hace menos lector, si en el tiempo ese acto produce una relación real con la lectura.
Diego Erlan, editor general de la editorial Ampersand, lo explica así: “Los libros están de moda desde que se inventaron. En momentos históricos donde los soportes se diversifican y gravita una supuesta crisis del papel porque todo es virtual y se encuentra en la nube, el libro en papel se convierte en una rareza y al mismo tiempo reconocemos la perfección de esta tecnología”. También piensa que “el libro es un lugar de resistencia cultural. Y en este sentido, ojalá no sea una moda simplemente tenerlos sino leerlos, discutirlos, pensarlos. Espero que nunca se convierta en un objeto decorativo, sino que sea un disparador de discusiones y pensamiento. Ese es el gran desafío, la gran bandera que enarbolan los libros”.

La tensión entre tapa y contenido, entre libro-objeto y libro-texto no es nueva. Siempre existieron ejemplares falsos, volúmenes huecos diseñados para llenar estanterías que no eran leídos, ni escritos, ni abiertos: pura simulación. El fenómeno, antes privado, hoy en cambio se amplifica, pasa al espacio público, cobra velocidad. Sin embargo, esto no lo invalida, sino que demanda una interrogación sobre el trasfondo de la escena, sobre si esa coreografía puede producir, o no, identidad y sentido.
Quizás lo que importa no es solo la veracidad del gesto, sino sus efectos. ¿Despierta deseo? ¿Genera conversación? ¿Acerca un libro a alguien nuevo? ¿Ofrece una estética que aloja el componente aspiracional del leer y así convierte lectores? Por otra parte, una pregunta polémica, incluso insultante para mí misma, una persona cuya autopercepción pasa, en gran parte, por el mote de lectora: ¿no es la exacerbación de la importancia de la lectura un acto performativo? Yendo, incluso, al más crudo relativismo: ¿quién dice, y por qué, que ser un lector está bien?
“Los libros están de moda desde que se inventaron. En momentos históricos donde los soportes se diversifican y gravita una supuesta crisis del papel porque todo es virtual y se encuentra en la nube, el libro en papel se convierte en una rareza y al mismo tiempo reconocemos la perfección de esta tecnología”.
Desligada de la moral, del imperativo de la intelectualidad, la lectura es, ante todo, un goce emocional, puede que estético, con suerte ético, en raras ocasiones existencial. Leer es, a su vez, una práctica incómoda: exige tiempo, cuerpo, concentración y dinero. No es fácil integrar la lectura al ritmo de la visibilidad constante, de la identidad explícita, de la vida como contenido; pero, aunque el libro opere como signo, el cambio profundo que provoca un texto no puede adquirirse por ósmosis ni por proximidad. La proliferación del libro como objeto de moda genera embudos a través de los cuales decantan nuevos lectores -tener una crianza rodeada de libros es, según la ciencia, un factor diferencial a la hora de producir personas que leen-. Otra vez, no se nace lector, se llega a serlo. Tal vez el reto sea que los que ya lo somos lleguemos a ser menos snobs.
at Paula Gaurdia Bourdin
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