¿Qué pasa cuando el blanco se encuentra con el negro en un verano de fines de los ochenta, a la orilla de una playa secreta? El efecto, en este caso, es tan genuino que parece suspendido en el tiempo. Es una foto de otra época, entre finales de los 80 y comienzos de los 90: una postal del pasado que inmortaliza a Carolina de Mónaco joven y a la pequeña Charlotte Casiraghi, ambas en traje de baño entero, sobre la arena de un paraíso donde el agua cristalina acaricia una playa tan fina como polvo de estrellas.
Carolina, espléndida y radiante, ya era un ícono de estilo con su traje de baño blanco, que funcionaba como un himno a la pureza y al minimalismo perfecto de aquellos años. La cola de caballo alta, impecable, se movía con el viento, mientras sus ojos quedaban ocultos tras unos anteojos de sol redondos, casi pictóricos, como salidos de un Giotto reinterpretado en clave ochentosa. Los aros de oro en aro, tan característicos de la época, enmarcaban un rostro de belleza luminosa y maternal. A su lado, la pequeña Charlotte, de apenas dos o tres años, vestía un traje de baño negro, opuesto y a la vez complementario al de su madre: un juego de contrastes convertido en poesía visual. Blanco y negro, luz y sombra, madre e hija.

Charlotte Casiraghi, chiquita, sostenía una mini cartera, delicada y preciosa, quizás para guardar alguna conchita recogida en la arena, mientras Carolina le tomaba la mano con ternura y protección. Su melena cortita y rebelde, con movimiento natural, la hacía ver aún más encantadora: un pequeño espíritu marino en su traje de baño negro, adornado con un detalle blanco que podría haber sido perfectamente una camelia de Chanel. Ese binomio “matchy matchy” entre ambas revelaba un vínculo eterno, un equilibrio perfecto entre tradición y modernidad, entre la elegancia aristocrática y la frescura infantil. Carolina, en blanco total, como una diosa mediterránea; Charlotte, en negro absoluto, como la promesa de una herencia de estilo.
No es solo una foto en la playa: es un símbolo. Una prueba de que el estilo nunca es un detalle, sino un relato de familia; de que la belleza auténtica se construye en las miradas compartidas, en las manos que se entrelazan, en esos gestos simples cargados de sofisticación. En esta imagen, Carolina de Mónaco y Charlotte Casiraghi no son simplemente madre e hija: son dos musas que, con sus siluetas puras y contrastadas, escriben un capítulo inolvidable en la historia de la moda veraniega. Una instantánea de elegancia atemporal, donde el blanco y el negro se funden en dos trajes de baño y en un verano que quedó grabado para siempre.
Este artículo se publicó originalmente en MC Italia.
at redacción Marie Claire
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