Anteojos de sol, el verano reflejado, una foto robada y un amor imposible de olvidar.
En medio del mar, suspendidos entre el blanco y negro de una fotografía vintage, Carolina de Mónaco y Stefano Casiraghi en una lancha se transforman en el emblema de estilo de un verano perfecto. Es el inicio de los años 80, el inicio de ese gran amor con Casiraghi, y la prueba de que el estilo no necesita escenarios para brillar. Basta con una embarcación, un sol invisible y una princesa que sabe cómo dejar huella.
Estamos dentro de una foto en blanco y negro como esas que aparecen en cajones de recuerdos o en subastas de archivo, y aun así el efecto es más vívido que un reel en alta definición. Carolina mira hacia la cámara, o quizás hacia el futuro, pero sus ojos están cubiertos por anteojos almendrados con lentes degradé, dignos de una estrella de Hollywood de vacaciones en Cap Ferrat, dejando que la belleza hable sola. Su pelo, suelto y agitado por el viento, queda recogido apenas por una banda elástica ancha, que no busca domarlo sino enmarcarlo. Aros dorados en forma de maxi botón típicamente ochentero, un anillo simple en el dedo medio y un brazalete metálico tejido en la muñeca derecha completan la postal de una sobriedad pensada con precisión mediterránea.
El traje de baño entero blanco, llevado dentro de un short de tiro alto con finas rayas verticales, es una invitación a ese understatement de clase. Un uniforme playero de otro tiempo y de todas las estaciones, para guardar como una postal nunca enviada. Es así como Carolina entiende el concepto de “summer dressing”: sin tiempo, sin maquillaje, sin miedo. Ella marcó lo easy-chic mucho antes de que la palabra se volviera un hashtag obligado.
A su lado, Stefano Casiraghi: alto, deportivo, sonriente, con remera blanca estampada con maxi letras ochentosas, boxer geométrico y pelo revuelto. Parecen salidos de una película francesa de fin de década, y en realidad eran simplemente felices. Esa felicidad que no necesita filtros, y que el estilo acompaña como una segunda piel. La moda, en este caso, no es escenografía: es parte del relato amoroso.
Los shorts rayados, el traje blanco, la banda en el pelo, el brazalete sutil y el modo en que ella se planta ahí, princesa sin corona pero con una elegancia esculpida en la luz, narran un instante. Ese instante. Cuando Carolina de Mónaco era joven, estaba enamorada y ya era leyenda.
No es solo una imagen, es un fragmento de historia que habla de belleza, de gracia natural, de una feminidad libre que se deja despeinar por el viento y acariciar por la sal. En esta foto tomada en un bote, Carolina de Mónaco con Stefano Casiraghi escribe su propia oda al estilo de verano, al mar, al amor absoluto que no necesita ceremonias. Y hoy solo podemos mirar y suspirar. Porque hay looks –y amores– que nunca se van a olvidar.
Este artículo se publicó originalmente en MC Italia.
at redacción Marie Claire
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