Hace cuatro años, Mariela Ivanier tuvo una revelación. Mientras pasaba una noche de sábado en la casa que compartía con su hija Mora, se vio sola y en camisón, cuidando a la gata de ambas, y entendió que necesitaba un cambio. Con una hija de 20 años que pasaba gran parte del tiempo en lo de su novio, sintió que era momento de independizarse. Así, le regaló a Mora la casa familiar sobre la calle Humberto 1° y salió en busca de su próximo hogar. Con ayuda de su padre, un enamorado de los proyectos inmobiliarios, se animó a tantear un sueño: vivir en el Pasaje Rivarola, uno de los más elegantes de la ciudad, cuyos edificios gemelos y de diseño espejado son algo casi único en el mundo.

La búsqueda fue breve y efectiva. Y apenas seis meses bastaron para poner a punto el departamento elegido, un primer piso con techos altos, patio interno, boiserie y vitrales de otra época, fiel testigo de la década de 1920, cuando fue construido el edificio. Lo que comenzó entonces fue la parte más festiva del proceso: mudar la colección de arte que Mariela ha ido atesorando desde 1997. O, al menos, una gran parte de esta, porque Mora también hizo su propia elección. Casi como una separación de bienes. “Me sentí como empezando de nuevo. Fue un proceso muy interesante y revelador”, cuenta Mariela.
El motor es la emoción
A lo largo de los años, la colección Ivanier fue creciendo hasta llegar a superar las 400 piezas. Y a diferencia de otros acervos, estas no están guardadas ni clasificadas en archivos: están en las paredes, en los pasillos, en el comedor, incluso en la cocina y el vestidor. Vivas, visibles y activadas por la mirada de quien habita y también de quien visita.

En este sentido, para Mariela el montaje es un momento de celebración en el que nunca falta el espumante. Lo realiza junto a Mariana Gallegos del Santo, montajista experimentada que la acompaña a encontrar el lugar idóneo para cada nueva incorporación. Porque incluso con toda la casa ya armada, una nueva compra puede desarmar el conjunto. “Hace unas semanas entraron dos obras y hubo que desmontar toda una pared de la biblioteca”, relata la dueña de casa. Es que no es solo cuestión de colores o estética, el efecto es sobre todo emocional. “Pienso mucho qué obra se lleva bien con otra, hasta pienso qué artista tiene buena relación con qué otro y si podrían convivir”. Suele contarle a los creadores dónde ubicó su pieza y cómo convive con ella. Si tuviera que definirlo, diría que tienen una patria potestad compartida, porque considera que la obra nunca deja de ser del artista.

En lo formal, la suya es una colección de arte contemporáneo argentino. Pero la selección va mucho más allá de eso: Mariela no posee obras que no la movilicen o conmuevan. De hecho, un artista la definió como una colección afectiva. Ciertamente lo es, porque aunque a veces pueda no recordar el nombre exacto de quien la creó, siempre recuerda cómo esa pieza llegó a sus manos. Aunque si tuviera que encontrar otro punto de unión, podría decantarse por la figura femenina, ya que las mujeres están presentes en casi todas sus piezas, sea como protagonistas o como artistas. “Es algo que fue ocurriendo sin que lo buscara”, razona.
Una casa abierta
Lejos de ser un espacio solemne, el hogar de Mariela funciona como una galería viviente con tránsito constante. Recibe visitas, artistas, amigos, encuentros íntimos y también conversaciones que disparan nuevos vínculos. Parte de esa apertura viene de lejos: en 2011, creó el Té de colección, un ciclo de encuentros que se convirtió en una experiencia tan singular que terminó retratada en un libro presentado en el Malba, El arte está en casa (Planeta). “Siempre sentí que esta colección era demasiado linda como para quedármela para mí sola”, dice.
A la vez, la casa también funciona como oficina. Allí se radica hoy Verbo, la agencia de comunicación que Mariela fundó en 1993. La decisión no es casual. Después de décadas trabajando en campañas de lujo, comunicación institucional y crisis complejas -incluidos casos como el de la AMIA o Papel Prensa-, encontró en su casa una suerte de refugio emocional y operativo. “Necesito adrenalina, pero también un lugar que me devuelva a mí misma. Y Verbo tiene mucho de eso: se involucra, piensa desde el afecto, trabaja desde lo visceral. Siempre le pregunto al cliente qué le dice la panza. Porque hay decisiones que salen de ahí”.
“A veces hay obras que se pelean y no quieren estar más juntas… Al colgar, lo que define es una mezcla entre los recuerdos, las técnicas y la luz que piden. Definitivamente están vivas”.
En paralelo, las rutinas domésticas siguen su curso. En la cocina se prepara café, se ven partidos de Boca o Fórmula 1 en la biblioteca y se suceden sesiones de trabajo en el comedor. “Aunque me digan que esto parece un museo, acá se vive. Esta casa tiene movimiento, voz y una trama que es tan artística como cotidiana”.
El legado
Aunque rara vez se desprende de una obra, Mariela no descarta que, algún día, su universo pueda salir de estas paredes. “Me costaría moverlas, pero si algún museo quisiera mostrar esta selección afectiva, sería un lindo desafío”, reconoce. También imagina un destino más íntimo para el día en que ya no esté: que algunas piezas vuelvan a los artistas, o que su hija decida cómo y dónde deben seguir viviendo.

Por lo pronto, el arte sigue latiendo en este primer piso del Pasaje Rivarola. Cambia, se desplaza, se comparte, se reacomoda con cada nueva llegada. No hay inventario definitivo ni criterio cerrado. Solo una certeza: esta casa es un cuerpo en movimiento. Y su colección, una forma de estar en el mundo.
Fotos: Néstor Grassi
at Vicky Guazzone di Passalacqua
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