¿Un viaje puede cambiar una vida? ¿Una fuga al otro lado del océano puede romper un hechizo demasiado frágil, un amor demasiado pesado, un playboy demasiado insistente? A fines de los años 70, la respuesta de Grace Kelly fue tomar de la mano a su hija Carolina de Mónaco y llevársela muy lejos, hasta las islas Galápagos en pleno océano Pacífico. Un gesto radical de madre más que de princesa, que hoy vuelve a ser noticia gracias a un relato de People que en pocas horas se convirtió en tema obligado entre los seguidores de la realeza.
Carolina tenía veinte años, esa edad en la que todo huele a revolución personal y donde el corazón suele pesar más que la cabeza. Ya había encontrado —de impulso— lo que creía su gran amor: Philippe Junot, banquero parisino de 36 años, casi el doble de su edad y el doble de ambiciones sociales. Hombre de tapa de revista, habitué de locales brillantes, amigo de quienes contaban. Demasiado, quizá, para la joven princesa que todavía representaba la frescura de una nueva generación real. Grace Kelly y el príncipe Rainiero lo entendieron enseguida: ese hombre de encanto nocturno, esa sonrisa que brillaba más que los flashes de los fotógrafos, no era la promesa de estabilidad que soñaban para su primogénita.

Mientras la prensa seguía a Carolina y a Junot en las noches parisinas y en los palcos de los torneos de tenis, en Mónaco se tejía un plan silencioso. Primero un viaje a Ecuador, después todavía más lejos: las Galápagos. Ese archipiélago remoto, diseñado para fugas y grandes reflexiones. Era 1976 y Grace no había olvidado que ella misma había sido una joven mujer dividida entre Hollywood y un trono. Conocía el magnetismo de los hombres de mundo, la vertiginosa atracción del glamour, la embriaguez de sentirse más grande de lo que una es. Y también conocía los riesgos. Llevar a Carolina a las Galápagos fue su manera de decirle: “elegí con calma, respirá, mirá el horizonte”.
Pero el encanto tropical duró poco. Philippe Junot no se dio por vencido: cruzó más de 6.000 millas para alcanzarla y la declaró “la única mujer de su vida”. Las crónicas cuentan que Carolina quedó fascinada por esa tenacidad, por un amor que sonaba a desafío a sus padres y al destino. El final estaba casi escrito. Dos años más tarde, el 29 de junio de 1978, el Palacio de Mónaco se vistió de blanco. Carolina, en un vestido Dior creado por Marc Bohan, amigo de la familia y señor discreto de la alta costura, dijo que sí. Una boda de cuento al aire libre en el mismo lugar donde Grace y Rainiero se habían casado en 1956. Mangas livianas, flores entre el pelo, ninguna tiara: solo una princesa de los 70 decidida a escribir su propio capítulo de amor.

Pero la magia se rompió pronto: dos años después, en 1980, todo terminó. Carolina y Philippe se separaron, dejando atrás titulares de tabloides y fotos glamorosas que aún hoy destilan una nostalgia vintage irresistible.
Ella rehízo su vida, primero junto a Stefano Casiraghi, el gran amor trágico, después con Ernesto de Hannover, siempre con la fuerza de una mujer que supo reinventarse sin perder su esencia. Y queda en la memoria esa escena madre: la fuga a las Galápagos, Grace Kelly en modo madre más que princesa, y Carolina aprendiendo —quizá demasiado tarde— que ciertos hombres son como fuegos artificiales: deslumbran, hacen ruido y después desaparecen, dejando la oscuridad más profunda.
Hoy ese episodio resurge como parábola moderna: madres que intentan proteger, hijas que persiguen la adrenalina del amor prohibido, islas que funcionan como refugio y metáfora. Y, sobre todo, la lección de Grace Kelly, pionera también en la maternidad: intentar guiar sin imponer, abrir una puerta en lugar de cerrarla, tomar un avión en vez de levantar un muro.

El resto ya se sabe. Carolina de Mónaco se convirtió en la eterna ícono easy-chic del Principado. La Alteza Real que atravesó tragedias, modas, matrimonios y divorcios con el mismo aplomo que la mantiene hasta hoy como símbolo intocable de la corte monegasca. Pero detrás de cada camisa blanca impecable y cada cartera Chanel, siempre estuvo esa chica de veinte años que soñaba con el amor mientras su madre la llevaba a las Galápagos. Y quizás en ese viaje al azul infinito nació la conciencia de que la vida real —y real en todos los sentidos— nunca es solo blanco o negro, sino la suma de fugas, regresos, dolores y renacimientos. Grace Kelly ya lo sabía. Carolina de Mónaco lo aprendió a un alto precio.
Este artículo se publicó originalmente en MC Italia.
at redacción Marie Claire
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