Oriundo de San Juan, Martín Rodríguez dejó atrás los mandatos familiares y el estudio para lanzarse al teatro y conquistar las pantallas internacionales. Su participación en Griselda y En el barro (Netflix) son solo algunas de las pruebas del talento argentino que hoy trasciende fronteras. Con una sensibilidad especial y un magnetismo que atraviesa la pantalla, el actor confirma que la pasión, la formación y la autenticidad pueden convertir una promesa local en una figura global.

-Martín, volvamos al principio. Sos sanjuanino y te acercaste muy joven al teatro local. ¿En qué momento entendiste que la actuación no era un hobby, sino tu camino?
-Cuando empecé, sentí algo muy fuerte que me conectó con la actuación, una energía que me sorprendió. Estudiaba Ciencias Económicas en Córdoba porque en mi familia se esperaba eso de mí. Pero un día, saliendo de la facultad, una chica me dio un folleto que decía “Clases de teatro”. No sabía bien qué era, pero al día siguiente fui. Y fue un flechazo. Esa escuela, además, era muy reconocida, con una directora increíble. Ahí empezó todo: amor a primera vista con la actuación.
-¿Y cómo fue enfrentar los miedos del comienzo, ese momento en que el arte parece un salto al vacío?
-Creo que fue una lucha contra el “deber ser”. En mi generación dedicarse al arte era ir a contramano de todo lo que se suponía “correcto”. El mandato era tener una profesión segura, un sueldo fijo, estabilidad… El arte era lo opuesto. Entonces los miedos venían de ahí: de desafiar un mandato social, una idea bastante cerrada de éxito. En San Juan, apenas había teatros. Nadie conocía que existía una industria detrás, que se podía vivir de eso. Era también falta de conocimiento.
“Cualquier intento de boicotear la cultura es inadmisible. No se puede pensar una sociedad mejor si se castiga el arte. Somos cultura, somos narración, somos historia. Negar eso es negar nuestra identidad”.
-Tu papel como Jorge Rivi Ayala en Griselda fue muy comentado. ¿Cómo fue prepararte para un personaje tan complejo?
-Cuando me llegó el proyecto, el director fue claro: no quería que imitara a Rivi. Hay entrevistas, documentales, material real sobre él, pero la consigna fue que yo me sintiera libre dentro de la historia. No se trataba de copiar un acento, sino de entender su vínculo con Griselda. Lo imaginé como un sicario deconstruido: un hombre que, lejos del cliché machista, se entrega a ayudar a una mujer en un mundo violento. Esa contradicción me fascinó. La música también fue clave: escuché mucho The Doors y a Jim Morrison. Había algo en esa poesía sobre libertad y conciencia social que me ayudó a construirlo desde el cuerpo y la emoción. El vestuario también fue un gran aliado; me gusta cuando la ropa te da una forma física de habitar el personaje.
-Y después llegó En el barro, con un personaje completamente opuesto. ¿Cómo fue ese tránsito?
-Sí, fue una contracara total. En el barro, interpreto a un hombre que, dentro de la cárcel, descubre que fue un bebé robado. Ese hallazgo lo enfrenta con un dilema de identidad más que ético. No se trata de si hace las cosas bien o mal, sino de quién es realmente. Ese descubrimiento, esa búsqueda de identidad, me pareció profundamente humana. Creo que por eso conecta tanto con el público.

-Tanto en Griselda como en El barro, tus personajes muestran una sensibilidad particular hacia las mujeres. ¿Es algo que buscás conscientemente al construirlos?
-Sí, totalmente. Aunque son historias muy diferentes, ambos personajes están al servicio de las mujeres. Me gusta pensar que representan una masculinidad nueva, una que acompaña, que no oprime. En Griselda, él hace todo por ella. En el barro, mi personaje también protege, cuida. No me preocupa repetir tonos si detrás hay una profundidad emocional distinta.
-¿Qué lugar ocupa la libertad creativa del actor dentro del trabajo con un director o un guión?
-Es fundamental. Los actores tenemos que pensarnos como parte de un equipo creativo, sí, pero también con cierta autonomía. Hay que respetar la narrativa, claro, pero sin dejar de aportar una mirada propia. A veces te convocan por cosas que hiciste antes, pero el desafío está en no repetirse. Entender por qué algo funciona, pero buscar nuevos matices. Cada actor tiene su poética, su manera de expresarse. Y eso es lo que genera resonancia en el público.
“Me gusta pensar que los personajes que interpreté representan una masculinidad nueva, una que acompaña, que no oprime”.
-Se te suele asociar con el arquetipo del galán. ¿Cómo convivís con esa etiqueta?
-Es interesante porque el concepto de galán cambió muchísimo. Antes era el tipo que abofeteaba a la mujer y eso se consideraba atractivo. Hoy, por suerte, el galán está ligado a otra masculinidad: más sensible, más de par, más humana. En lo personal, tengo una vida tranquila. Trato de no confundir el magnetismo de un personaje con la vida real. Lo que me interesa es cómo los actores, sobre todo en esta era del streaming, dialogamos con las audiencias. Son cada vez más sofisticadas, más exigentes, y eso nos obliga a ser conscientes de lo que transmitimos.
-¿Qué te atrae de los nuevos relatos de masculinidad dentro de la ficción latinoamericana?
-Creo que el viejo arquetipo del galán machista está quedando atrás. La sociedad evolucionó, y la ficción acompaña esa evolución. Hoy el galán no es el que domina, sino el que sostiene, el que empatiza. Es una masculinidad más consciente, más al servicio de la mujer y menos al servicio de su propio ego. Y eso, me parece, es una gran conquista cultural.

-Para cerrar, ¿cómo ves la situación actual de la industria audiovisual en Argentina?
-Cualquier intento de boicotear la cultura es inadmisible. No se puede pensar una sociedad mejor si se castiga el arte. Somos cultura, somos narración, somos historia. Negar eso es negar nuestra identidad. La cultura no es un lujo, es una necesidad: lo que nos hace evolucionar como sociedad.
Fotos: Juan Lamar.
Estilismo: Los García.
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