El mundo está loco. El mundo tambalea peligrosamente como lo hacía el Titanic meciéndose sobre las olas asesinas.
No importa. Habremos bailado, habremos reído, habremos bebido sobre este puente a punto de caer, sobre este puente a punto de desaparecer.
Habremos amado y habremos brindado, habremos llorado, rezado, vomitado, habremos gritado y nos dejaremos abrazar y embriagar sobre las olas asesinas.
Todo. Todo para no mutilar un instante de vida, un latido del corazón antes de que deje de hacerlo. Para siempre.
Así que me fui. Del brazo del hombre que yo amo, un morocho de tez mate y ojos negros como dos aceitunas, cuyo andar cadencioso, suave y elegante se asemeja al de un felino, me fui a recorrer Francia, ese Sur maravilloso.
Bajo un cielo azul Klein y un sol rubio dorado, frente a un Mediterráneo color cobalto, visitamos la Francia de los impresionistas, allí donde todavía se puede vivir bien. Allí donde la belleza no es una palabra vana, allí donde todos los días es domingo, allí donde se ocultan los pueblos más hermosos de Francia. Más allá de ese Mediterráneo, donde la vida en las alturas todavía sigue siendo luminosa y tranquila. Y nos amamos. Sin importar las prohibiciones.
Sin importar la sinistrosis, el miedo ambiental.
Sin importar la distancia social, las mascarillas y el famoso Virus.
Solo vivir. A todo pulmón. Sin restricciones. Aquí y ahora. Como los condenados que sacan el último cigarrillo para dar la última pitada que les quema los pulmones.
Entonces cojo. Cojo para decirme que todavía estoy viva. Cojo hasta decir basta. Hasta que vencida, dócil, me acurruco en los brazos del hombre que elegí para olvidarme del mundo. De este mundo loco y frío. Este mundo en donde somos pocos los que levantamos la cabeza para oponernos a esta nueva dictadura. La del miedo.
Tanto aquí como allá. Quiero alegría y burbujas.
No llorar más por esas mujeres afganas prisioneras vestidas de azul que mueren porque no dan más, mientras que, en París, algunas francesas se revisten con sus velos negros de pies a cabeza idolatrando el burka y la ley islámica.
Quiero vivir sin preocuparme por nada.
Y ya no imaginar la soledad de los viejos, las mujeres golpeadas, el comercio de órganos, los animales abandonados, la inteligencia artificial, las redes sociales, el calentamiento global, las amenazas de atentados… La amenaza, lisa y llana.
Quiero que el Arte vivo siga vivo, que las salas oscuras estén llenas e iluminadas, que las fiestas exploten, que acompañemos a nuestros muertos y que celebremos la Vida.
¿Tenemos que vivir encerrados, intoxicados por los medios, embrutecidos por el miedo al Virus, atropellados por leyes liberticidas, rastreados por códigos QR obligatorios, vigilados por fuerzas de seguridad analfabetas, orgullosas de su poder pequeño y mediocre sobre una población sometida y asustada, lobotomizada, lista para refugiarse en una autoridad corrompida por los lobbies?
Me rebelo y me río. Sí, me río. Solo para no llorar ante tanta idiotez y boludez.
Volví del Sur. Del Sur de Francia. Colmada de amor y de sol.
¡Por Dios, si la Vida es bella! Todavía. Si sabemos aprovecharla.
Accedé a los beneficios para suscriptores
- Contenidos exclusivos
- Sorteos
- Descuentos en publicaciones
- Participación en los eventos organizados por Editorial Perfil.
Comentarios