Bajo las garras de una parisina: Puré
En su nueva columna, Alex Pandev nos demuestra hasta dónde puede llegar la sobrevida de un "inocente" apodo.
Mi vida de chica era triste y solitaria. Nadie me prestaba atención, yo no existía.
En la semana estaba en el colegio y los fines de semana quedaba librada a mí misma. Como mi padre, dando vagos pretextos pedagógicos, se negaba a que yo mirara la tele, me pasaba los fines de semana inventándome historias, contemplando el cielo, descuartizando moscas y mariposas y comiendo todo lo que se cruzaba en mi camino, incluso el plato del perro. En cuanto a mi madre, sólo se preocupaba por ella misma.
Mi padre odiaba a todo el mundo salvo a su perro. Odiaba a los pobres, los mutilados de la vida y los feos, en fin, a todos los que denominaba los “Inútiles”. Y ahí me había puesto en la doble categoría de “Inútil” y “Fea”. Me llamaba “Puré”.
Mi madre que, bajo su aspecto dulce y afable, era la hija de puta más grande del universo, se reía del grosor de mi silueta y disfrutaba perversamente cocinándome sólo platillos rebosantes de manteca o azúcar. Ella también me llamaba “Puré”.
Durante la adolescencia mi único refugio era mi habitación, que había pintado de negro y en la que el sitial de honor lo ocupaba la computadora, que me permitía inventarme muchas otras vidas.
No tenía ni amigas ni amigos y nunca me invitaban a ningún lado. Seguía siendo cruelmente invisible para el mundo entero; sólo las burlas permanentes de mis padres me daban la sensación de existir.
Así fue hasta el día en que apareció una cosa desconocida, una cosa de locos, una cosa que sólo se ve en las películas: el VIRUS que había venido a atacar a nuestro planeta y que nos convirtió en tres zombis encerrados en aquel diminuto departamento.
La ciudad parecía abandonada por sus habitantes. Todos estaban recluidos detrás de sus persianas, esperando el Fin del Mundo.
Ya no sabíamos si era de día o de noche, en qué semana estábamos, o en qué mes... Los noticieros nos bombardeaban de consejos y recomendaciones siniestras. Entrábamos en un mundo dominado por el miedo.
Mi madre se puso a tragar pastillas y a pasarse los días en bata insultándome, con el cabello todo despeinado. Y mi padre empezó a catalogarse también a sí mismo entre los inútiles.
Una mañana ya no se levantó de la cama. Parece que su corazón dijo basta. Así me enteré de que tenía uno. Mi madre aulló. El perro aulló.
Yo no me moví de mi cuarto. Que reviente.
Un poco después, mi madre, que no encontraba en mí ningún alivio, decidió tragarse de un saque todos sus frascos de barbitúricos. Y ahí se derrumbó, con el camisón arremangado y la mandíbula hecha pedazos, contra el piso del baño.
Se quedó ahí mucho tiempo.
Yo no me moví de mi cuarto. Que reviente.
Hasta que, por el olor, los vecinos decidieron llamar a los bomberos.
Yo no me moví de mi cuarto. Que revienten.
Cuando tiraron abajo la puerta de entrada, levanté la cabeza. Cuando se me quisieron acercar, les tiré la computadora a la jeta, y la lámpara verde, y todo lo que tenía a mi alcance...
Y luego me desperté en este cuartito todo blanco, donde la cama está empotrada en el suelo, donde la ventana tiene barrotes.
Dicen que deben ser las consecuencias del famoso Virus… Ya me pusieron en sus estadísticas.
Yo nunca los contradigo. Me entrego por completo. Son tan dulces y atentos conmigo. Dios mío, qué agradable es todo aquí.
Ojalá nunca tenga que irme. Soy casi feliz. Acá nadie me llama Puré.
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