Habitar lo siniestro: Mariana Dopazo, la ex hija
Hubo una primera infancia con risas, mates, ensayos de la banda musical de su abuelo, la sobremesa larga de los domingos y juegos con los primos. En ese entonces, el día a día era una cadencia animada.
“Hasta mis seis años, con mi mamá y mis hermanos vivimos en casa de mis abuelos maternos, en Avellaneda. Lo amoroso, esa cotidianeidad de una familia normal, me daba felicidad. Por sus funciones, Etchecolatz iba y venía, no vivía con nosotros”, cuenta Mariana. “Cuando tuvimos que mudarnos a La Plata, sentí que me arrancaban de todo eso”.
Entonces hubo una casona con parque y pileta, custodia policial y demasiados cambios. “Fui a colegios privados, religiosos, públicos… Por una cuestión de seguridad, todos los años nos cambiaban de escuela. Era imposible sostener una amistad.
Mariana fue hija de Miguel Etchecolatz, el ex comisario bonaerense condenado a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad. Un día, Mariana decidió dejar de serlo para poder ser. Recurrió a la Justicia para no llevar más el apellido Etchecolatz.
“No le permito más ser mi padre”, dice.
Vivíamos en una especie de burbuja, nos relacionábamos solo con la gente ‘del palo’. Nuestros cumpleaños se festejaban en los círculos policiales, con otros niños que estaban en la misma situación”, explica.
En la casa, todo era silencio. Un silencio tan opresor como quien lo imponía. “Etchecolatz era un tipo callado, muy ensimismado. No hablaba con nosotros, ni siquiera de cosas intrascendentes: en eso también era implacable. Tampoco compartía las mesas familiares; comía en su cuarto, en la cama.
Desde pequeña, sufrí su tremenda indiferencia y su crueldad. Etchecolatz ha sido cruel con todos: con su mujer, con sus hijos, con sus subalternos, con sus víctimas”, especifica Mariana. Ella y su hermano rezaban para que a su papá le pasara algo que le impidiera volver a la casa.
En 1976, Etchecolatz fue designado Director General de Investigaciones de la policía bonaerense. Bajo su dominio feroz quedaron 21 centros clandestinos de la provincia de Buenos Aires. Además, se ocupó de organizar los operativos de exterminio, como “La noche de los lápices”, en el que apresaron y asesinaron a estudiantes de entre 14 y 16 años.
“No fue un subordinado, él establecía estrategias. Llevó a cabo torturas, vejaciones, apropiaciones y robos de identidad. Entiendo que miraba a sus víctimas sostenidamente mientras las torturaba”, dice.
Mariana se ocupa de diferenciar: los genocidas no son montruos. Simplemente, porque los monstruos no existen y las personas crueles, sí.
La gran desobediente
Estrellita roja: así la llamaba su hermano Juan. Por cuestionar, por pensar diferente, por ubicarse siempre en las antípodas de Etchecolatz. “Era un tipo con el que había que tomar una decisión. O te dejabas arrasar y te colonizaba o decidías ser rebelde. Perdida por perdida, elegí rebelarme”, explica. Mariana tiene tatuada una estrellita colorada en el antebrazo: es su memorando.
En 1984, Etchecolatz fue encarcelado. “Yo tendría 14 años cuando supe los horrores que había consumado el estado nacional y que ese ejercicio había sido cumplido por mi progenitor: cometió nada más y nada menos que crímenes de lesa humanidad”, cuenta Mariana. Y admite: “Jamás dudé de que él fuera responsable de semejantes atrocidades”.
No le fue fácil construirse bajo un apellido que remitía a tanto horror. “Me daba vergüenza ser la hija de un genocida, claro que sí. Después de un proceso que duró muchos años, decidí iniciar el proceso de desafiliación.
Eso me dejó nuevamente en las antípodas de Etchecolatz, ya que recurrí a la Ley y a la Justicia para solicitar la supresión y sustitución del apellido paterno. Me llevó un año completar el escrito en el que explicaba los ‘justos motivos’ que justificaban mi pedido, me costó mucho revisar mi historia”, admite.
Analía Kalinec, en las antípodas
Era la “bizcachita”, la que revoloteaba siempre alrededor del papá. Lo acompañaba a pescar, le alcanzaba el destornillador cuando cambiaba una lámpara de luz y se reía cada vez que él le contaba el cuento del conejo Colita de algodón, impostando las voces.
“De las cuatro hijas, yo era la más pegada a mi papá. Tuve una infancia feliz, de mucho afecto. Con mi papá juntábamos mejillones en la playa, el desafío era ver quién encontraba el más grande”, cuenta.
Hubo un tiempo en que Analía Kalinec no supo bien qué hacer con esos recuerdos. Fue cuando se enteró de que su padre, ese hombre tan cariñoso, era un genocida.
"Dudar de él no estaba dentro de mis posibilidades"
Como un antes y un después en su vida. Así recuerda ese miércoles 31 de agosto de 2005, cuando atendió el llamado telefónico de su mamá. “No te asustes, pero papá está preso”, escuchó. Analía tenía 25 años y un hijo de uno y medio, Gino.
El fin de semana, fue con su mamá y sus hermanas al penal de Marcos Paz. Eduardo Kalinec las tranquilizó. Les dijo que lo que se decían eran mentiras y que no tenían que creer nada de lo que escucharan.
También, que él lo único que había hecho era defender a la patria y que no tenía nada de qué arrepentirse. “Creí que estaba preso por error. Dudar de mi papá no estaba dentro de mis posibilidades. No me acuerdo de haber preguntado nada, no estaba acostumbrada a cuestionarlo.
Pero empecé a estar más atenta y más permeable a la posibilidad de enterarme de lo que había pasado durante la dictadura. Por primera vez, vi y entendí la lucha de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Creo que estudiar Psicología en la universidad pública me ayudó un montón.
De a poco, y con mucha culpa, empecé a hacerme preguntas. La primera fue ‘¿Qué hizo mi papá en esos años?’ Yo nací en 1979, no tengo recuerdos de la dictadura. Durante mi infancia y mi adolescencia me moví en círculos endogámicos: iba al Club de Círculo de Oficiales de la Policía Federal y a escuelas privadas. No se hablaba de la subversión”, cuenta Analía.
Hasta que la realidad chocó a la burbuja y la estalló.
“¿Vos pensás que soy un monstruo?”
En 2008, la causa de Eduardo Kalinec llegó a la instancia de juicio oral. Hacía pocos meses que había nacido Bruno, el segundo hijo de Analía. Ella leyó la causa, las 812 fojas en las que su padre era citado por su nombre y también, como Doctor K. Así se enteró de que él había secuestrado, torturado y asesinado a detenidos en el circuito de los centros clandestinos Atlético-Banco-El Olimpo.
“Me quedé helada frente a la pantalla. Lloré y lloré. El domingo siguiente, fui a verlo”, cuenta Analía.
-Vos no entendés, eras muy chica. Además, no fueron 30.000, ni siquiera fueron 6000.
-Pero aunque haya sido uno… Se llevaban a los chicos de la secundaria, de los centros de estudiantes, papá.
-No, no, no. Yo sé muy bien a quiénes iba a buscar porque los investigaba antes.
-Pero entonces...
-Imaginate que te enterás de que pusieron una bomba. ¿No harías cualquier cosa por saber dónde está esa bomba que va a matar inocentes?
-¿Vos me estás pidiendo que justifique la tortura?
Kalinec cambió de tema. Cuando terminó la visita, le preguntó a su hija:
-¿Vos pensás que soy un monstruo?
-Como papá, no.
Esa noche, cuando Analía llegó a su casa, su marido le preguntó cómo le había ido. “Re bien”, le contestó ella. Se sentía aliviada por haber sido sincera.
“Al día siguiente, mientras llevaba a Gino al jardín de infantes, recibí un llamado del instituto penitenciario. ‘Qué raro’, pensé. Mi papá me dijo: ‘Necesito que me digas que me querés’. Lo único que pude contestarle fue: ‘Sí, pero lo que hiciste estuvo mal’. Él cortó y yo me largué a llorar. Fue la última vez que hablamos”, recuerda Analía. Volvió a su casa y, a modo de descarga, le escribió a su padre ‘Carta abierta a un genocida’.
Tiempo después, posteó el texto en un blog. Fue la primera de muchas cartas abiertas. También sumó su testimonio en el libro Hijos de los 70. Esas declaraciones fueron el puente a Liliana Furió, también hija de un genocida.
Los reproches familiares no tardaron en llegar."¿Por qué le hacés esto a tu padre, justo en el momento en que más nos necesita?", Le recriminaba la madre. “Guarda con Analía, que tiene un ataque de zurdaje”, comentaban las hermanas. Dos de ellas son egresadas del Instituto Universitario de la Policía Federal Argentina.
La batalla constante
El alejamiento de Analía y su familia fue inevitable. Pasaron algunos años hasta que volvió a acercarse a su madre para cuidarla en su enfermedad. La mamá de Analía murió en septiembre de 2015.
En mayo de 2017, Analía y Liliana Furó participaron juntas de la marcha contra la aplicación del fallo de la Corte Suprema conocido como el 2x1 que beneficiaría a los represores. Fue el puntapié del colectivo “Historias desobedientes: familiares de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia”.
En poco tiempo, se sumaron más y más desobedientes. “Damos charlas en las escuelas para profundizar las políticas de derechos humanos y reflexionar sobre el rol de las fuerzas armadas. Denunciamos que muchos de nuestros padres no están exonerados; siguen cobrando pensiones, jubilaciones y retroactivos aunque están presos y condenados por crímenes de lesa humanidad”, asegura Analía.
Hace pocos meses, su padre le inició una demanda por indignidad con el objetivo de desheredarla. “Es una figura que contempla el Código Civil y Comercial: el que comete un delito de gravedad pierde el derecho a la sucesión. Mi papá presentó un escrito muy agresivo, en el que subyace el pensamiento de que hay que eliminar al que piensa diferente. En este caso, se lo excluye de la familia”, explica.
Esta maniobra algo burda de Kalinec movilizó más a Analía. “Mi papá es un tema de reflexión permanente para mí. Yo sentí su cariño y su afecto, no lo inventé. Él me llamaba 'su vizcachita', me hizo cosquillas, me tuvo en sus brazos, le cambió los pañales a mi hijo. Mi lucha interna tiene que ver con generar algo que lo conmueva y lo haga hablar. Él tiene que reconocer lo aberrante que hizo y contar lo que sabe”, finaliza.
at María Fernanda Guillot
Accedé a los beneficios para suscriptores
- Contenidos exclusivos
- Sorteos
- Descuentos en publicaciones
- Participación en los eventos organizados por Editorial Perfil.
Comentarios