Lindas, libres y locas”. La leyenda, tantas veces compartida, impresa y estampada, es lo primero que aparece en forma de cuadro y bienvenida en la “peluquería de Pao”.
El local, ubicado en el circuito más céntrico del Barrio 31 abrió sus puertas hace exactamente un año, cuando recién comenzaban las aperturas comerciales en tiempo de Covid-19 y sus socias fundadoras y amigas decidieron arriesgarse a pleno en su primera aventura cuentapropista.
“Yo venía de tiempos muy difíciles, pero sentía que podía llegar a irnos bien. Por suerte no me equivoqué”, cuenta hoy Paola Suares, que en aquel entonces estaba desempleada ya que su anterior empleador -una empresa de catering para empresas- había quebrado apenas comenzada la pandemia.
Lo dice con una amplia sonrisa en la boca y un ligero signo de cansancio en los ojos: en el día de ayer, los turnos de peluquería se sucedieron sin parar y extendieron su jornada hasta pasada la 1 de la mañana. Esto último lo cuenta su comadre, que pasa a saludarla y está feliz porque le hacen una nota a su amiga y madrina de su hijo. “Se recontra merece lo que le está pasando. La conozco desde que somos muy chicas y sé que las peleó todas. Todas”, afirma.
Una larga historia
Nacida en San Salvador de Jujuy, Paola se crio allá con su abuela hasta sus 8 años, cuando su madre se la trajo vivir junto a ella y su nueva pareja. “Somos 5 hermanos, pero nos criamos todos separados. A mí me tocó venir a Buenos Aires en ese momento, y al comienzo me gustó. Vivimos un tiempo en Soldano (Quilmes) y luego nos mudamos acá, al barrio”, relata.
Y en esa casa, las cosas empezaron a complicarse: “Mi padrastro comenzó a mostrar todo su lado oscuro: era drogadicto y muy violento. Para mí era imposible vivir ahí, así que apenas pude, a los 15 años, me mandé a mudar”, relata.
La “excusa” fue la convivencia con su nuevo novio, un joven algo mayor que ella con quien comenzó una larga relación (duró 10 años) que también se terminó transformando en una pesadilla.
“Hoy, después de mucho tiempo, entiendo que esa fue mi forma de ‘escapar’ de mi casa y que muchas veces en ese escape, las hijas solemos repetir los modelos de violencia de nuestros padres”, cuenta y toma aire antes de completar:
“Pero un día dije basta para siempre. Desde entonces, no tolero ningún tipo de maltrato de mi vida. Antes me acostumbraba a todo: al engaño, a la mentira, a la violencia… Pero eso cambió y ya no hay vuelta atrás”, asegura.
Un nuevo comienzo
Si bien la separación no fue sencilla (siguieron compartiendo un tiempo el mismo techo, lindero al de los suegros de Paola), finalmente ella se mudó sola con su hijo Elián, hoy de 7 años, al monoambiente donde nos recibe. El departamento, a tan solo dos cuadras de la peluquería, se convirtió en su “pequeño gran mundo” durante la pandemia.
“Fue muy difícil, sobre todo la primera etapa ya que la pasamos encerrados los dos entre estas cuatro paredes. Salíamos una sola vez por semana a hacer compras y nada más. Y cada vez que salíamos, escuchábamos nuevas historias de quién había fallecido, quién estaba internado… La verdad es que se murió muchísima gente acá en el barrio. Con ese panorama, nos daba pánico salir. Pero no fue fácil. Nos inventamos todo tipo de actividades y trabajos. Pintamos las paredes, corríamos la mesa todos los días para hacer ejercicios y además armamos este entrepiso (señala orgullosa) para que la cama quede siempre ahí. En eso me ayudó mi actual novio”, cuenta y sonríe.
Sí, hace ya cuatro años que Ana está nuevamente en pareja con Juan, un soldado a quien conoció en la Plaza San Martín. “En realidad lo llevó un amigo que pensaba que podíamos engancharnos. Y así fue. Lo más tremendo es que es todo lo opuesto a mi ex, sabe carpintería, me hizo los muebles y las persianas de casa, y sabe arreglar de todo. Además, es re culto, le encanta leer, habla inglés fluido... Al otro solo le gustaba el alcohol y la joda”, recuerda y sonríe de nuevo.
Su buen humor es otra de sus marcas indelebles, al igual que su poder de resiliencia y sus ganas de seguir empujando hacia delante.
La ayuda más esperada
En 2019, un año antes de la pandemia, Paola se enteró de Belleza por un futuro, el programa de L’Oréal de capacitación gratuita y de calidad en los oficios de peluquería y maquillaje. Se lleva a cabo en más de 20 países y acá se realiza desde 2017 junto a la Fundación Pescar, ya que además de los cursos, el programa incluye charlas, encuentros y un acompañamiento (o tutoría) integral durante al menos 2 años.
“Ahí descubrí lo que me gusta hablar”, bromea y recuerda sus clases: “Se podía elegir entre un curso anual o uno intensivo de 4 meses y cuatro clases a la semana. Yo fui por ese. Para mí era la gloria poder estudiar ahí, de hecho, había intentado antes anotarme en otros cursos similares, pero eran muy caros, sobre todo por los materiales. ¡Acá nos daban todo! Recuerdo que me re enojaba con las compañeras que faltaban. ¡Yo no falté ni una sola clase!”.
Con su diploma y nuevos saberes bajo el brazo, Paola comenzó a peinar y a cortarles el pelo a clientas en su pequeño monoambiente. “Les lavaba el pelo acá, en la pileta (señala) hasta que un día me dije basta, tengo que invertir. Y me compré el lavacabeza. El segundo paso fue arriesgarnos al local propio. Me junté con Doris, que es especialista en manos y pies y apenas se empezó a abrir la actividad a fines del año pasado, le dije: ‘es el momento’. Y nos lanzamos”, rememora y concluye:
“Mi sueño ahora es que algún día podamos comprarnos el local propio. Los alquileres están por las nubes y si bien comprar parece imposible, un poco todo lo que pasó hasta ahora me enseñó a descreer de esa palabra. Y, en especial, a valorarme mucho más, en todo sentido”, afirma.
FOTOS: SERGIO PIEMONTE.
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